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Al principio parece que se trata de la típica historia sobre una casa de campo con telarañas y suelos que crujen. Pero en lugar de simpáticos fantasmas con sábanas en la cabeza, entra en escena una «tía astral» muy pintoresca, que claramente no tiene prisa por pasar al otro mundo. Aquí, la televisión se enciende sola, el perro se asusta y, perdón, la ectoplasma se parece sospechosamente a la gelatina del frigorífico.

La risa se abre paso a través de todo este horror, porque debería dar miedo, pero resulta ser una farsa exagerada. El absurdo rezuma en cada línea: la ropa interior no se pone a través del fantasma, los «invitados de sus invitados» se quedan atrapados en la casa. El resultado es un espectáculo grotesco: aterrador, divertido y, en algunos momentos, tan absurdo que dan ganas de aplaudir. Por fin, un horror que no asusta, sino que guiña el ojo.