Leavin

Huele a carretera, donde el asfalto está caliente, pero lleno de grietas, como si la vida ya hubiera pasado por él un par de cientos de veces sin frenos. Aquí el cansancio no se queja, sino que silba, como un cigarrillo apagado en la palma de la mano. Por fuera, una coraza; por dentro, algo demasiado vivo para fingir ser una piedra.

Cada línea suena como un suspiro entre heridas: alguien se ha ido de nuevo, alguien ha traicionado de nuevo, y por delante sigue estando lo mismo: «hay que seguir adelante». El mundo que nos rodea es un nido de serpientes con zapatillas caras, y lo único que no cambia es ese sordo impulso de sobrevivir, incluso si el barco ya está agujereado. Una confesión cruda y sincera de amor por el caos, en el que el dolor se ha convertido desde hace tiempo en algo tan habitual como respirar.