Incomprehensible

En el camino, donde los pinos se elevan hacia el cielo como flechas delgadas, la vida de repente se vuelve suave, como algodón de azúcar bajo la lluvia. Nada sale según lo planeado: el avión se ha ido, el tiempo se ha alargado y, en ese espacio entre el punto A y el punto B, aparece un lujo poco común: ser. Sin horarios, sin máscaras, sin la angustiosa necesidad de «tener que». Simplemente viajar, sintonizar la radio, oler las flores mojadas y comprender que madurar no es un castigo, sino un proceso de transformación en alguien más suave, más honesto, casi transparente.

Las canas, las viejas cartas en la mochila, el osito de peluche con la cara desgastada: todo esto no son signos de pérdida, sino huellas de movimiento vivo. La belleza aquí no está en los filtros ni en la eterna juventud, sino en la libertad de bailar descalzo cuando nadie te ve y dejar que el viento te peine el pelo como le plazca. Que todo sea un poco extraño, tosco, incomprensible, porque ahí es donde reside la verdadera armonía, sin complejos.