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Los sonidos parecen juntarlo todo: el ruido de la calle, el ritmo africano, el acento portugués y un poco de techno, mezclado en un viejo ordenador portátil. A tu alrededor hay movimiento, calor, olor a polvo y gasolina, y de los altavoces sale algo indescriptiblemente vivo, como el aliento de una ciudad que nunca duerme.

Cada línea suena como el ensayo de una gran fiesta en la que todos han olvidado hace tiempo el guion, pero a nadie le importa, porque lo importante no es el orden, sino el ritmo. La música te tira del hombro y te invita a bailar sin preguntarte tu nombre ni tu estado de ánimo. Y de repente queda claro: ahí está, la energía que hace que incluso el hormigón parezca capaz de florecer.