Llevadme a mi Extremadura

La canción huele a hierbas silvestres y a la buena tristeza de antaño: pide que la lleven a su tierra natal, Extremadura, y la dejen esparcida al viento para que sirva de abono para la cosecha. En estos versos se percibe el olor del cloroformo y la tierna dureza de la tierra: un poco tosco, pero con la fiabilidad masculina, como una manta de paja que no da vergüenza colocar sobre el frío umbral de los recuerdos.

Todo está impregnado de un ciclo: la partida, el destello de la memoria y el renacimiento en cada espiga. La nostalgia del inmigrante se convierte en una promesa casi mágica de inmortalidad: morir y volver inmediatamente en cada brote. No es un monólogo dramático, sino una delicada instrucción para convertirse en polvo, en aroma de romero y en lo que volverá a nutrir la tierra.

Ligeramente irónico y con una calidez hogareña: parece dispuesto a esparcirse con el viento, pero al mismo tiempo orgulloso de ser parte de la cosecha, parte de esos campos y caminos que alguna vez quedaron vacíos. La música parece abrazar el viejo pueblo, tamizar el pasado entre los dedos y decir: el lugar es lo que espera, y al corazón, dondequiera que vaya, le indicará el camino a casa.