Дзвони

Los pitidos nocturnos se alargan como las cintas de una vieja grabadora: lentos, sordos, y en ellos se percibe involuntariamente un pulso que ya no pertenece a nadie, salvo a una habitación vacía. El teléfono sale volando por la ventana, como una protesta sin sentido, pero ni siquiera los fragmentos son capaces de destruir esa grabación de voz que se ha quedado atascada en la cabeza y se repite una y otra vez.

La voz se convierte en una colección, una melodía guardada que cabe en la memoria y desplaza lentamente los sueños. Entre las risas de los abrazos ajenos y el deseo de sumergirse en la calidez familiar surge una extraña y punzante honestidad: se puede estar con cualquiera, pero elegir un único «llama» es como una cuerda vieja y tensada que puede romperse en cualquier momento.

El silencio es denso, como la noche después de una discusión: no pierde fuerza con la luz del sol, pero atrapa perfectamente los miedos en los bucles habituales. Y en esta melancolía casi cotidiana hay una especie de lujo irónico: esperar un día lluvioso para que al menos una gota del tiempo exterior justifique el mal tiempo interior. Al fin y al cabo, los sentimientos no son más que un conjunto de señales, pero por alguna razón, a veces basta con una llamada en mitad de la noche para que todo vuelva a ser real.